El papel de los comunistas en la
lucha por la democracia
oscar martínez
Me perdonarán si empiezo con Marx. Soy
marxista, qué le vamos a hacer. En 1848 Marx y Engels publican el
Manifiesto del Partido Comunista, y en este panfleto político ambos
subrayan su profundo compromiso con la lucha democrática. De hecho,
llegan a identificar la revolución del proletariado con la conquista
de la democracia (algo que sorprenderá a más de uno):
“... el primer paso de la
revolución obrera lo constituye la elevación del proletariado a
clase dominante, la conquista de la democracia.” (1)
Los autores del manifiesto no sólo
eran demócratas convencidos, sino que veían la revolución
democrática como el medio mediante el cual el proletariado acabaría
transformando la sociedad. Por aquel entonces, Marx y Engels formaban
la parte más activa del ala comunista de la democracia
internacional. Según ellos los comunistas debían trabajar codo con
codo con los partidos demócratas, como los cartistas en Inglaterra,
y también debían procurar la unidad de acción de todos los
demócratas europeos (2), en lo que supondría un antecedente
claro de la futura Internacional. Marx y Engels escribieron en 1846
una carta al líder de los cartistas, O'Connor, mostrándole su total
apoyo en nombre de los “comunistas democráticos alemanes” (3).
Engels colaboró como redactor de La Reforme, el diario de la
democracia revolucionaria francesa. Y en 1847 Marx era el
vicepresidente de la Asociación Democrática de Bruselas (4)
siendo enviado por ésta a Londres como delegado para participar en
la “Asociación fraternal de demócratas” (5). En su
discurso, Marx dijo:
“Los demócratas de Bélgica
sienten que los cartistas de Inglaterra son los verdaderos demócratas
y que el camino del mundo hacia la libertad estará abierto en el
momento en que hayan realizado los seis puntos de su programa (entre
esos seis puntos se hallaba el sufragio universal masculino).
¡Lograd esta gran meta, trabajadores de Inglaterra, y seréis
considerados como los redentores de toda la humanidad!” (6)
Para Marx y Engels la revolución
democrática, como primer paso de la revolución social, debía
llevarse a cabo mediante la unión de obreros, campesinos y “pequeños
burgueses” (pequeños propietarios, artesanos, comerciantes,
sometidos como las clases desposeídas a la opresión de clase de los
grandes propietarios) en contra de los intereses de la minoría
privilegiada. Eso sí, le correspondía al proletariado nacido del
capitalismo moderno el papel de dirigir la futura revolución en
beneficio de toda la sociedad, pero sin olvidar que la conquista de
la democracia era el primer paso, y no pequeño por cierto (7).
Hasta tal punto era esto importante que
el nacimiento del socialismo “científico” precisamente se
produce cuando los comunistas y los socialistas más lúcidos -como
lo eran Marx y Engels- deciden lanzarse a la arena de la lucha por la
democracia, deciden politizarse, y abandonar todo utopismo:
“el «socialismo»
y el «comunismo» sólo se hicieron temibles políticamente cuando
aparecieron fundidos o aliados con la tradición republicana de la
democracia revolucionaria” (8)
Pero, ¿qué significaba, a mediados
del siglo XIX, llevar a cabo “la conquista de la democracia”, la
revolución democrática? ¿Y por qué ahora, a comienzos del siglo
XXI, somos incapaces la mayoría de identificar el marxismo -o
comunismo, tanto da- con la democracia, sino al contrario, con su
opuesto, la dictadura? Para responder a tales preguntas, de
importancia vital en los tiempos que corren, debemos hacer un poco de
memoria.
En primer lugar debemos aclarar qué
significaba la democracia, no sólo para los fundadores del marxismo,
sino también para el resto de los demócratas que lucharon en las
barricadas en 1848-49. El marxista Arthur Rosenberg describió el
sentido genuino de la democracia como sigue:
“el de la lucha de las masas
contra la aristocracia y no en la licuación de una democracia
formal, que no aspira a otra cosa que al sufragio general, el
gobierno de la mayoría, no importa cómo se logra la misma, y que
busca solamente una actividad política con medios pacíficos dentro
del marco de las leyes. Ciertamente que el mismo derecho de sufragio
pertenece también a las exigencias de la más reciente democracia,
pero con todo, no era la esencia de la democracia política en sí.”
(9)
Si nos fijamos bien, la distinción que
hace Rosenberg entre “democracia genuina” y “democracia formal”
es de rabiosa actualidad. Actualmente vivimos bajo regímenes
políticos en los que hay pluralidad de partidos, que pueden
presentarse libremente a elecciones, entendidas éstas como
mecanismos legítimos para que el pueblo todo (sin distinción de
clase, sexo o raza) pueda elegir -también libremente- a sus
representantes. ¿No es esto lo que querían en 1848 los cartistas
ingleses, los demócratas franceses, belgas, alemanes, etc.? Pues sí.
Y no. Querían esto, pero no sólo. Querían además que tales
representantes obedecieran sin rechistar a sus representados, les
rindieran cuentas y pudieran ser controlados en todo momento por
éstos. Podemos preguntarnos con toda honestidad si, después de un
siglo de generalización del sufragio universal en Europa Occidental,
efectivamente es así. ¿Podemos realmente afirmar sin temor a
inducir a engaño, que los sistemas políticos actuales cumplen tales
condiciones? ¿Que los gobiernos democráticamente elegidos cumplen
la máxima democrática según la cual deben obedecer al interés
general? A las pruebas me remito. La manera en que nuestros
gobernantes están afrontando la crisis (sin excepción en ningún
país europeo) indica para quien tenga ojos y quiera ver, que por
encima del bienestar general priman los intereses particulares de
unos pocos, que es mil veces más importante el pago de la deuda a
quienes causaron la crisis y fueron rescatados del desastre con el
dinero de todos, que la salud, la educación o el trabajo de la
mayoría de los miembros de la sociedad. Es evidente, por no decir
indiscutible, que la democracia como tal no existe, que es un mero
espejismo, que el sufragio universal por sí solo no basta para
formar una mayoría política capaz de darle la vuelta a la tortilla
y devolver el poder al pueblo, el legítimo soberano.
El porqué es una larga historia y
necesitaría un libro de varios cientos de páginas, no un breve
artículo como éste. Si alguien quiere profundizar no tiene más que
acudir a las referencias bibliográficas que se citan aquí. Pero
podemos avanzar algunas ideas al respecto. En primer lugar, que la
democracia es más antigua, mucho más, que el capitalismo (10),
al cual se le suele unir en un maridaje bastardo y repugnante, pues
nada hay más opuesto a ella. El propio sufragio universal, por
ejemplo, fue una conquista pagada con sangre por las clases
populares, temido durante largos años por las clases propietarias, y
no una graciosa concesión de éstas. De hecho, tuvieron que
adaptarse a él -una vez fue imposible volver atrás en países con
larga tradición democrática, como Francia o Inglaterra-, y retener
el poder político formando partidos políticos de masas, preparados
para mantener a raya y lidiar con el sempiterno temido enemigo: el
pueblo, y en especial sus partes más conscientes y consecuentes
(11). En otros lugares, en cambio, no pudieron, y echaron mano
del fascismo y el nazismo para mantener intactos sus privilegios,
como nuestros antepasados pudieron comprobar en propia carne en 1936.
Pero en ningún lugar la democracia fue completa. Bajo su paraguas se
lograron grandes cosas -logros inestimables que estamos perdiendo a
ojos vista-, pero a lo máximo que llegó el proletariado fue a
compartir el poder con la clase dominante, no a conquistarlo todo
para sí.
Siempre retuvieron los grandes
propietarios, los capitalistas, los oligarcas, una cosa que es
imprescindible para que haya democracia genuina, en el sentido de
Rosenberg y de Robespierre (12): la propiedad, considerada un
derecho sagrado, hasta cierto punto inviolable por cualquier otro
poder, ya fuera el estado o el propio movimiento obrero. Y
manteniendo el control de la propiedad de los bienes de producción,
mantuvieron, en última instancia, el control del poder político, lo
cual echaba por tierra la premisa de cualquier democracia auténtica.
Para llegar a esto tuvieron que pasar
varias cosas. En primer lugar -quizá lo más importante de todo-
gran parte de la izquierda llegó a olvidar la milenaria tradición
política de origen republicano, según la cual la libertad política
va inextricablemente ligada a la propiedad (13). Únicamente
aquellas personas que son económicamente independientes -en la
práctica una parte muy reducida de la sociedad-, aquellas que poseen
propiedades suficientes para no tener que depender de nadie, son
libres, es decir pueden intervenir en la vida política sin que sus
decisiones se vean condicionadas por nadie (14). Así era
durante la República de Roma, cuando las instituciones republicanas
se vieron sometidas a relaciones de patronazgo y los ricos y
poderosos utilizaban su poder económico para monopolizar el poder
político (15). Y así es ahora, cuando los lobbies dominan la
actividad de los parlamentos y los gobiernos se dejan “asesorar”
por comités de expertos nombrados y pagados por bancos y grandes
conglomerados empresariales. La mayoría de políticos actuales son
“clientes” de los ricos y poderosos, como lo eran los tribunos de
la plebe romanos.
Por tanto, la democracia no puede nunca
llegar a ser completa sin proporcionar a la mayoría desposeída los
medios necesarios para procurar su subsistencia, de modo tal que: 1)
pueda tomar decisiones sin verse coaccionada por poderes privados
suficientemente fuertes e independientes del poder político; 2)
pueda tener suficiente tiempo libre para dedicarlo a los asuntos
comunes, saliendo de la “idiocia”, es decir interesándose por la
política, y no viéndola como algo ajeno, e incluso hostil a sus
intereses. La verdad es que la clase dominante no desea otra cosa que
alejar lo más posible del mundo político a la gran masa desposeída,
convirtiendo a propósito el juego político en algo nauseabundo y
moralmente obsceno, cuando no incomprensible. En otras palabras, una
cierta -como mínimo- redistribución de la riqueza es imprescindible
para que haya democracia. Por eso la clase capitalista dominante
desea con todas sus fuerzas acabar con los mecanismos de nivelación
social hasta ahora existentes, para acabar con todo rastro de
democracia y concentrar en sus manos todo el poder, no sólo por
razones económicas, sino también políticas (que la prensa suele
dejar de lado).
En segundo lugar, la conquista de la
democracia no es posible sin que el proletariado se alíe con las
otras clases no propietarias, o bien con aquellas que siéndolo, se
vean amenazadas de ser desposeídas por el avance inexorable del
capitalismo en el mundo. Ése precisamente fue el gran error de la
socialdemocracia europea en el siglo XIX, creer que podía por sí
sola hacer la revolución sentándose a esperar a que el capitalismo
acabara con todas las demás clases, hasta dejar sólo dos:
proletarios y capitalistas (16). Ello no llegó a ocurrir
nunca y el capitalismo supo reaccionar hasta conseguir aislar entre
sí a sus potenciales enemigos de clase. Recordemos las enseñanzas
de Marx y Engels al respecto. Hoy en día las clases medias se ven
reducidas en número por la crisis y por los cambios en la división
del trabajo producidos por el capitalismo, pero nunca hasta el punto
de llegar a desaparecer. Mientras esto sucede, los bienes comunes,
como el agua, los bosques y hasta el propio aire (el medio ambiente,
en definitiva), se ven privatizados y arruinados hasta el
agotamiento, algo que perjudica por igual a proletarios y clases
medias, una buena razón para luchar unidos en contra del capitalismo
depredador (17).
En tercer lugar, la democracia no puede
verse reducida a un intercambio periódico de elites (18). Un
verdadero “contrato social” implica la no cesión de soberanía
del verdadero y legítimo soberano, el pueblo trabajador. En aquellas
facetas de la vida política donde no sea posible una intervención
directa del soberano, éste debe conservar en todo momento su control
sobre los delegados que escoja. Marx así lo vio al analizar
magistralmente el experimento social y político que supuso la Comuna
de París de 1871 (19). Determinó que la tristemente
tergiversada “dictadura del proletariado” debía acabar con el
poder despótico del estado. ¿Cómo?: haciendo revocables y
nombrados directamente por el pueblo a todos los cargos públicos,
proporcionándoles un sueldo digno, pero no mayor que el de un obrero
cualificado, eliminando el papel político represor de las “fuerzas
del orden”, arrancando la educación del pueblo de manos de la
Iglesia (una asignatura pendiente en este país) y constituyendo el
proletariado en armas, de forma que ningún ejército mercenario
pudiera ser utilizado en su contra por la clase dominante. Por
último, pero quizá lo más importante, obligando a cumplir su
mandato a los cargos electos, lo cual prohíbe, por cierto, la
Constitución española vigente (20).
Efectivamente, nos encontramos con el
problema central de la democracia limitada que nos han acabado
imponiendo. ¿Cómo podemos decir que el pueblo es soberano si éste
no tiene manera de hacerse obedecer por los políticos? Las
elecciones son un cheque en blanco entregado al portador del poder
político, el cual se ve más influido por los grandes poderes
financieros y empresariales que por quien, en teoría, ha delegado el
poder en su propio beneficio. Lo único que en la práctica puede
hacer el pueblo es cambiar de vez en cuando a sus representantes,
pero una vez elegidos, éstos son libres de cumplir -o no- su
programa electoral. No existe ejemplo más palmario que la gran
estafa electoral del Partido Popular, quien se presentó a las
elecciones de 2011 con la promesa de crear empleo, no abaratar el
despido, no reducir las pensiones y no rescatar a los bancos con
dinero público. Pues bien, ha incumplido cada una de estas promesas
y, sin embargo, sigue gozando de una mayoría absoluta que le da
plena libertad para desmantelar el estado del bienestar español, sin
que la oposición pueda hacer prácticamente nada siguiendo los
cauces institucionales. ¿Es esto democracia? Si se lo explicáramos
a un marciano, seguro que tendría claro que no lo es en absoluto.
Siguen siendo válidas, por tanto, las
palabras de Arthur Rosenberg. El sentido de la democracia genuina
-que tiene más de 2500 años de antigüedad- poco tiene que ver con
el sentido socialmente aceptado hoy en día, pero cada vez más
contestado por la gente de a pie. Nosotros, los marxistas, fuimos los
primeros que recogimos la tradición democrática republicana y le
aportamos lo necesario para adaptarse a las nuevas condiciones
socioeconómicas del capitalismo moderno del siglo XIX. Podemos
reivindicar con orgullo, por cierto, la democracia como una de
nuestras más firmes convicciones políticas. En el Oeste fueron
miles de militantes de todos los partidos comunistas quienes dieron
sus vidas por acabar con la opresión nazi-fascista, cuyo más claro
propósito era acabar con la democracia y con el socialismo. En el
Este fueron millones, pero además, una vez acabada la más brutal
guerra de la historia, proporcionaron el contrapeso que el Oeste
necesitaba para construir el estado del bienestar, un amago de
democracia social que trajo prosperidad para una gran mayoría y
mucha libertad también (habría sido posible la revolución sexual,
el ecologismo, etc., sin ello?). Sería faltar a la verdad que en el
Este había democracia, pero no porque la revolución bolchevique no
la buscara en un principio (que la buscó) (21), sino porque
fue un régimen en guerra constante con el poder capitalista, un
estado de guerra bajo el cual difícilmente puede crecer y florecer
el poder del pueblo (por cierto, una guerra que también afectó muy
negativamente a la democracia estadounidense, hasta volverla
irreconocible).
Hemos cometido errores. Fueron errores
que muchas veces acabaron en crímenes, pero ¿qué ideología
política no tiene en su historial actos criminales? Quizá el
principal error haya sido ceder la democracia a nuestros enemigos,
creer que era una añagaza, cuando era nuestra principal baza (22).
Confiar en el sistema fue el otro error; dejarnos guiar por las
reglas de un juego que no habíamos diseñado nosotros, sino que
había sido fruto de un pacto firmado sobre las tumbas de millones de
trabajadores y trabajadoras muertos. Quizá no supimos aprovechar la
ocasión, quizá ya habíamos tenido bastante sangre y no queríamos
más. ¿Quién puede echarle en cara eso a nadie? Pero aquí y ahora
las circunstancias son otras. Por primera vez en la historia una
revolución pacífica es posible (23). Por primera vez en la
historia el capitalismo no podrá presentarse como democrático, y
nosotros, en cambio, sí podemos.
¿Qué podemos aportar, nosotros los
comunistas, a la lucha por la democracia en el siglo XXI? Mucho. Para
empezar, como ya hemos tenido ocasión de vislumbrar con Marx y
Engels, una visión republicana, genuina, sin contaminar, de la misma
democracia. Venimos de una tradición política muy antigua (24),
que se remonta a la Atenas efiáltica (25), hasta llegar a la
democracia plebeya de Robespierre y Saint Just, pasando por las
repúblicas medievales del Mediterráneo, las revoluciones campesinas
norteuropeas del siglo XVI, las reivindicaciones igualitarias de los
levellers y los diggers durante las revoluciones
inglesas del XVII y las ideas ilustradas que llevaron a la
Constitución radicalmente democrática de 1793, cuyos principios
recogió e hizo suyos el proletariado francés en 1848, justamente el
año de la publicación del Manifiesto Comunista.
Por todo ello es nuestro primer deber
denunciar esta democracia vigente -ya moribunda- como una democracia
falsa, restringida, mutilada, una democracia que no reconoce la
mayoría de edad del pueblo, que impide el ejercicio real de la
soberanía popular, que convierte al ciudadano libre en ciudadano
tutelado por poderes que se le escapan, que no goza del control
efectivo sobre sus mandatarios, justamente porque eso es imposible
mientras siga estando sujeto a la dictadura del capital. ¿Qué
tenemos, en cambio? Un régimen político donde la mayoría de cargos
públicos obedecen a intereses particulares y buscan su medro
personal, más que el bien común de la ciudadanía. Donde el
ejercicio de la actividad política se entiende más como una
oportunidad de enriquecimiento, que como un servicio público hacia
los demás. Prevenirse contra el abuso de poder de los hombres de
estado fue la primera advertencia que encontramos en las
declaraciones de los demócratas robersperrianos, algo que, al
parecer, hemos olvidado. Nosotros, los comunistas, debemos incidir en
ello. Debemos insistir que en la vida política no caben, deben ser
expulsados de inmediato, castigados ejemplarmente, aquellos
individuos que no entienden su cargo como un acto de servicio
desinteresado. Es el ciudadano el que debe mandar, y el funcionario
público el que debe obedecer. ¿Decir esto es ser antipolítico,
demagogo, protofascista? En absoluto, es todo lo contrario. Es ser
político con mayúsculas. En la Declaración de Derechos que sirve
como preámbulo a la Constitución de 1793, su artículo 30 lo dice
muy claro:
“Les fonctions publiques sont
essentiellement temporaires ; elles ne peuvent être considérées
comme des distinctions ni comme des récompenses, mais comme des
devoirs” (26)
No pueden ser consideradas
recompensas... y, sin embargo, lo son. Un ex-ministro que, justo
después de dejar el cargo (muy bien pagado, por cierto), es fichado
por una multinacional debería estar en la cárcel, porque resulta
harto evidente que ha estado trabajando para intereses particulares
mientras ejercía como supuesto servidor público. Marx y Engels
también nos previnieron contra ello (perdón por la extensión de la
cita, pero vale la pena):
“La Comuna tuvo que reconocer
desde el primer momento que la clase obrera, al llegar al poder, no
podía seguir gobernando con la vieja máquina del Estado; que,
para no perder de nuevo su dominación recién conquistada, la
clase obrera tenía, de una parte, que barrer toda la vieja máquina
represiva utilizada hasta entonces contra ella, y, de otra parte,
precaverse contra sus propios diputados y funcionarios,
declarándolos a todos, sin excepción, revocables en cualquier
momento. ¿Cuáles eran las características del Estado hasta
entonces? En un principio, por medio de la simple división del
trabajo, la sociedad se creó los órganos especiales destinados a
velar por sus intereses comunes. Pero, a la larga, estos órganos, a
la cabeza de los cuales figuraba el poder estatal, persiguiendo sus
propios intereses específicos, se convirtieron de
servidores de la sociedad en señores de ella. Esto puede
verse, por ejemplo, no sólo en las monarquías hereditarias, sino
también en las repúblicas democráticas. No
hay ningún país en que los «políticos» formen un sector más
poderoso y más separado de la nación que en Norteamérica. Allí
cada uno de los dos grandes partidos que alternan en el Gobierno
está a su vez gobernado por gentes que hacen de la política un
negocio, que especulan con las actas de diputado de las asambleas
legistativas de la Unión y de los distintos Estados federados, o
que viven de la agitación en favor de su partido y son retribuidos
con cargos cuando éste triunfa.” (27)
Estas palabras definen a la perfección
la situación actual, demuestran que la lucha por la democracia sigue
siendo una asignatura pendiente, que debemos denunciar a los falsos
demócratas como lo que son y, por supuesto, ni hablar de
confabularnos con ellos en contra del pueblo. Debemos, como en 1848,
fundar una alianza de verdaderos demócratas en todos los países. ¿Y
cómo distinguir unos de otros? Es fácil. Aquellos partidos que
exigen al pueblo enormes sacrificios “por su propio bien”,
mientras prestan a los ricos ayudas públicas en forma de
subvenciones, rescates y exenciones, enriqueciéndolos todavía más,
éstos no son demócratas de verdad. A éstos, ni agua. Hagan
cuentas.
Democracia y punto.
Septiembre de 2013
NOTAS:
1. OME 9, Manifiesto del Partido
Comunista. Crítica, 1978. Pág. 156
2. Arthur Rosenberg, Democracia y
socialismo. Ed. Claridad, Buenos Aires, 1966. Pág. 64
3. Ibid. Pág. 57
4. Ibid. Pág. 63-64
5. Ibid. Pág. 68
6. Ibid. Pág. 69
7. Ibid. Pág. 62
8. Antoni Domènech. El eclipse de la
fraternidad. Crítica, 2003. Pág. 110
9. Rosenberg. Pág. 19
10. Domènech. El eclipse... Págs.
37-38
11. Ibid. Págs. 235 y 240-241
12. Ibid. Págs. 81-82: “¿Cuál
es el primer fin de la sociedad? Mantener los derechos
imprescriptibles del hombre. ¿Cuál es el primero de esos derechos?
El de existir. (..) la propiedad no ha sido instituida, ni ha sido
garantizada, sino para cimentar aquella ley.” Maximilien
Robespierre, 1793, citado
por Domènech.
13. Ibid. Pág. 59
14. Daniel Raventós. Les condicions
materials de la llibertat. El Viejo Topo, 2007
15. Domènech. El eclipse... Págs.
58-59
16. Ibid. Págs. 146, 189 y 210
17. Madrilonia.org. La Carta de los
Comunes. Para el cuidado y disfrute de lo que de todos es.
http://www.traficantes.net/sites/default/files/pdfs/La%20Carta%20de%20los%20Comunes-Traficantes%20de%20Sue%C3%B1os.pdf
18. Gerardo Pisarello. Un largo
Termidor. La ofensiva del constitucionalismo antidemocrático. Ed.
Trotta, 2011
19. Marx y Engels. La guerra civil en
Francia. Págs. 36-37
20. “Los miembros de las Cortes
Generales no estarán ligados por mandato imperativo.”
Constitución Española de 1978. Art. 67.2.
21. Domènech. El eclipse... “El
programa revolucionario internacional del Lenin «comunista»
de 1920, lo mismo que su estrategia «socialdemócrata»
para Rusia entre 1905 y 1917, rompía con el legado socialdemócrata
ortodoxamente marxista del período de la seguridad, para enlazar
sorprendentemente con la tradición democrático-social
revolucionaria del marxismo originario.“ Pág. 281
22. “La locución “democracia
burguesa”, que hoy suena tan “marxista”, no se halla
ni una sola vez en Marx o en Engels;
a ellos, como al grueso del socialismo del
siglo XIX, y no digamos del
liberalismo burgués europeo continental, expresamente
antirrepublicano y antidemocrático, les habría sonado a oxímoron.”
Antoni Domènech. “Democracia burguesa”: nota sobre la génesis
del oxímoron y la necedad del regalo.
http://www.vientosur.info/articulosabiertos/VS-100-11-domenech-democraciaburguesa.pdf
23. Rafael Poch, Àngel Ferrero y
Carmela Negrete. La quinta Alemania. Icaria, Barcelona, 2013. Pág.
101
24. Pisarello. Un largo Termidor. Pág.
21
27. La guerra civil en Francia. Pág.
7. Introducción de Engels a la edición de 1891